El año pasado, durante unos meses,
construí mi árbol genealógico.
Descubrí que pese a mi apellido y nuestra
cultura familiar mis ancestros son cuatro octavos italianos, dos gallegos, uno
riojano-español y solo un octavo vasco. Buscando como una detective en partidas
digitalizadas y revisando en las arcas familiares papeles de más de ciento
treinta años, llegué a anotar en mi árbol a más de dos mil personas. Mejor
dicho, dos mil nombres.
Cuando los tuve ahí, sentí la
urgencia de que me dijeran algo, de ver sus rostros. Imposible: las clases
medias no tenemos más linaje que dos pares de abuelos, la memoria de los
ancestros tuvo miedo al agua y no cruzó el mar jamás. Pero aún así, refregaba
los datos unos con otros y descubría cosas: aquella mujer se había mudado al
pueblo de su esposo después de casarse y su hermana al poco tiempo había
contraído matrimonio con su cuñado (tal vez porque la extrañaba), ese hombre se
casó con la hermana de su esposa cuando ella murió, aquella pareja intentó tres
veces tener una hija llamada Clara e insistió en desenterrar tres veces el
mismo nombre de la tumba de una niña, pero todas parecían destinadas a morir.
En los registros se señalaba que
algunos eran bastardos: ellos llevaban el apellido de la madre como un falso
linaje femenino, puesto que en el fondo, a las mujeres nos está negado legar el
nombre a la descendencia en el mundo católico. Imaginaba entonces a aquellas
madres solas y atemorizadas, cargando a sus hijos a las iglesias (iglesias de
piedra que existen hasta hoy) donde los curas, con pocas ganas de fijar la
grafía de los nombres, anotaban a los niños uno debajo del otro en gruesos
papeles. Pero también veía a los que, con alegre paso, volvían al lugar donde
hace poco se habían casado, ahora con el fruto de su amor en los brazos. Y
sonreía al mirarlos: ellos tal vez no recordaran que en ese templo habían
llegado, un invierno, sus recientes padres para celebrar su bautismo y no
sabrían de seguro que años después su tercer sacramento registrado, el de la
muerte, se llevaría a cabo bajo el mismo techo. Miraba entonces a aquellas
criaturas con ternura, puesto que en esos pocos paseos monte arriba y monte
abajo que certificaban las actas, adivinaba la ilusión efímera, el dulce
devenir ineluctable de la vida humana.
También descubrí que la gente no
moría ni se casaba tan joven como yo pensaba y que, extrañamente, muchos de sus
nombres eran aún los nuestros. Pero lo más interesante era plantearme preguntas
cuyas respuestas sabía de antemano sepultadas: ¿Cómo fue que aquel joven, cuya
familia había permanecido más de 10 generaciones en la misma tierra, se animó
un día hacia el confín de la comarca? ¿Cómo, allí, conoció a mi bisabuela? ¿Y
qué habrá sido de todos aquellos cuyo nombre desconozco? ¿Y qué pensaría alguno
si supiera que su tataranieta se casó con el tataranieto de su hermano, sin
saber que tenían ancestros comunes? ¿Hasta qué generación llega el incesto? ¿Y
qué dirían de nosotros?
No habrán podido ver en el porvenir
más que repeticiones inagotables, variaciones de unos cuantos elementos
combinadas al infinito: el campesino, el ladrón, la madre, la loca, la monja,
el adelantado, el rebelde, el rico, el pobre, el asesino, el santo. Pero así
como yo no puedo reencontrarlos en un relato del pasado, ellos tampoco han
podido imaginarme. Nadie, o pocos, sueñan más allá de los nietos y los
bisnietos. El doceavamente tatarabuelo Juanchín habrá imaginado a su doceava
tataranieta Aldana como algo imposible, como una semilla de nombre repetido en
el vientre de sus nietos, como un futuro congelado de tanto querer avanzar.
Después de todo, el futuro no es más que lo que no existe, y el pasado ya se ha
desvanecido.
¿Y qué hubiera pasado si nosotros
hubiéramos nacido allá, en casas en las que todos los fantasmas nos
pertenecían, en pueblos en los que cada roca era la tumba de un ancestro, en
donde lo viejo se patea a cada paso? ¿Hubiéramos sido más nosotros? ¿Hubiéramos
descubierto el secreto? ¿Algo oculto e infinitamente nuestro se nos revelaría
en cada lápida?
Ahora que tengo una lista de apellidos
inmensa, me siento en parte hermana de miles de otros. Y me aferro al nombre, a
la palabra, como si fuera una tablita en medio del océano naufragado: no quiero
reconocer que esas letras no valen nada y que era obvio que estaba
exponencialmente vinculada a todo lo humano. Me da vértigo pensar que si unos
monjes medievales se hubieran puesto antes a hacer partidas, tal vez resultaría
que tengo algo de egipcia, de kurda, de rusa, de australiana. Enfrentarse a esa
disgregación exponencial hacia el origen es, a la vez que un abismarse en lo
desconocido, un maravillarse por todas aquellas uniones, todos aquellos
encuentros, todo lo todo que fue necesario para llegar a ser un uno. Y me
siento una especie de holograma del universo.
A mí, siempre me intrigó eso del pasado familiar. Supongo que por tener la certeza de que los pobres no tienen árboles genealógicos. De cualquier modo, sé que Selorio y Santalla da Devesa son mis parientes, quiero decir, ya no solo los habitantes, que se cruzan unos con otros (mi vieja tiene una prima en común con su pareja, medio cementerio es Cobián como ella y el otro medio Olivar como él), sino que soy pariente de la tierra misma, que estoy hecha de ese barro. Quizás, por eso uno siente tanto el desarraigo porque literalmente me arrancaron de allá para transplantarme acá. Y qué hay de esos Alonso que son mis parientes en silencio porque mi bisabuela no llevó el apellido de su padre, sino los dos de su madre.
ResponderEliminarPor eso a mí me gustaría tener una tierra, estar en una tierra mucho tiempo, y que allí nazcan mis hijxs y mis nietxs y que allí me entierren
EliminarMe pasa lo mismo, pensar en todas las personas y decisiones que se cruzaron para que yo exista me alusina . A mi tambien me da curiosidad me gustan las preguntas que te haces ¿hasta donde llega el incesto? ¿Sera de ahi el desarraigo? Yo creo que tengo muchos genes nomades, y de viajeros marinos y de ahi me viene esas ganas de moverme. Gracias por compartirlo.
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