-Les pedimos a todos que se abrochen los
cinturones de seguridad porque así lo manda la ley brasilera- dijo en portugués
el joven cobrador del micro. Me dí vuelta y le pregunté en el mismo idioma a un
hombre sentado en el asiento de en frente si debía sacar boleto en la
ventanilla o si podía hacerlo sin bajar. Y me respondió en perfecto español que
cualquier opción era válida. Viajaba en la frontera y la mixtura era ley.
Estaba en Brasil casi de incógnito, puesto que ningún sello ni ningún
trámite acreditaba mi presencia en ese país. Según la desordenada piel de mi
pasaporte, seguía en Uruguay. Pero aquellas cosas no parecían importar por
aquellas tierras. Lenguas, documentos, monedas y billetes eran por completo
intercambiables. Así como era imposible adivinar cuál era la lengua más
correcta para preguntar algo, era impredecible el idioma en el que iba a venir
la respuesta. Era innecesario sentir una
especie de pertenencia con aquellos hombres del colectivo sólo porque hablaran
español. Dentro de aquel ómnibus que viajaba de Quaraí a Sant´ana do Livramento
ni la lengua ni el lugar de nacimiento servían para separar identidades. Y lo mejor era dejarse llevar.
El sueño y el cansancio habían pasado, junto
con la incertidumbre, y miraba feliz brasil por la ventana, aún con el sabor
del guaraná en la boca y la felicidad del encuentro con Nicirin en los ojos.
Incontables ríos turbios se abrían camino entre el verde furioso. La lluvia
inquieta e indecisa aparecía veloz y se volvía a esconder, dejando al
descubierto praderas de color lima que brillaban delante de las montañas. Las
pocas casas esparcidas por el camino eran rosas, verdes, amarillas, azules y la
tierra por momentos se sublevaba en un barro rojizo. Un hombre de sombrero,
botas, y camisa salmón se bajó junto a un puesto de sandías y desapareció
cuesta arriba, por una calle de adoquines. Parecía feliz de haber dejado la
cómoda esclavitud del micro y de haber regresado a su antigua libertad de
caballos y soledades.
Eran más de las ocho de la noche pero el sol
aún no caía, y pronto nos detuvimos en una esquina que oficiaba de estación.
Bajé sintiéndome aliviada: había logrado cumplir la prueba del día, había
llegado a Sant´Ana. Pero faltaba aún algo importante. No había conseguido
llamar a mi anfitrión porque me faltaba el código de Uruguay para agregar a su
teléfono. No era extraño, porque las antenas de teléfono se superponían con una
lógica clara: ganaba siempre el más caro. Caminaba en la dirección que unas
mujeres alegres me habían indicado. Atravesaba una ciudad dormida en la calma
del domingo: los negocios cerrados, las calles vacías, el silencio viajando a
través del dulce aire del verano. Pero estaban allí algunas casas coloniales
con sus marcos decorados con bellas molduras, el cartel de un negocio llamado
“Palestina”, las alfombras de oración que cubrían los productos de las cerradas
lojas árabes de la luz y las miradas
de los escasos paseantes dominicales. Llegué finalmente a Andradas, la calle
principal, decorada en la cuadra de mi
departamento con canteros de piedra que luchaban por contener las plantas y las
palmeras que en ellos florecían. Encontré el número y toqué timbre en un
edificio nuevo. Mis desconocidos anfitriones me contestaron que en poco me
bajaban a abrir.
Fernando y Fernanda eran unos de los pocos couchsurfers uruguayos que habían
respondido a mi solicitud de alojamiento. Si bien hace más de 7 años que
pertenezco a esa comunidad de viajeros que intercambia gratuitamente hospedaje,
era la primera vez que viajaba sola usándola. Pero ya estoy habituada a
quedarme en casa de desconocidos, y más temo a la aburrida soledad de un hotel.
El departamento estaba en Brasil, pero quienes
lo ocupaban eran uruguayos y hablaban español. Fernando era un aficionado a las
motos, y las vendía en un negocio familiar, Fernanda era psicóloga. Ambos
compartían la vida, el departamento y la pasión por viajar. Sentados en el sillón del living, custodiados
por las imágenes de un gran televisor, comenzamos a conversar como viejos
nuevos amigos. E, inevitablemente, hablamos de viajes. Dejamos de conversar
cuando la hora de dormir se había pasado por mucho, para continuar la charla
todas las noches hasta mi partida.
Durante el día los Fernandos no estaban en casa
y solo regresaban al atardecer. La experiencia en la ciudad se escindió en dos:
las noches que pasaba con ellos, en español, y las mañanas y tardes en las que
exploraba las calles y descubría nuevas amigas, en portugués. Su hospitalidad
poco tenía que ver con la de Nicirin y consistía menos en ofrecer que en dejar
hacer. Hay tantas formas de dar(se) al otro como personas.
En las horas juntos hilvané su historia y compartí
la mía. Primero los interrogué sobre la feliz coincidencia de sus nombres.
Fernanda continuaba sin querer una tradición familiar al elegir un compañero
con el mismo nombre; sus padres eran Julio y Julia.
De todos los lugares del mundo, Italia era su
favorito. Disfrutaban de conocer uno a uno sus pueblos y estudiaban italiano
para poder comunicarse mejor con su gente en futuras visitas. Pero sobre el lugar
al que pertenecían no estaban tan claras las cosas. Fernando reivindicaba
Uruguay, era el país en el que había nacido, en el que había estudiado. Y era
sobre todo una lengua, el español. El castellano estaba en pugna en la
frontera. Era una lengua minorizada. El portugués lo invadía todo. Si bien los
brasileros comprendían el español, ninguno lo hablaba y eran los uruguayos los
que cambiaban su lengua para adaptarla a la del otro. La inteligibilidad no es
recíproca por definición, sino que es fruto de relaciones políticas, económicas
y culturales complejas. Y aún así, ninguna lengua resultaba impermeable por
completo al concubinato con la vecina. El portugués abandonaba el você del norte por el tú é, tan mutante a nuestros oídos como
el tú sos uruguayo, que es la norma
en la región. La gramática portuguesa se sostenía en otros casos, pero
injertada de un léxico español. Esa es la arquitectura del portunhol. Si había algo que Fernando odiaba era esa lengua
intermedia, indefinida, inestable.
-Acá la gente viene a la gomería y dice “pinchou a roda”. Eso no existe, o “se
pinchó la rueda”, o “furou o pneu”-
reclamaba enojado.
Su odisea por la pureza lingüística no se
acababa allí.
-Fernanda dice que es brasilera- me confesó una
tarde en tono de secreto, mientras la esperábamos. –Solo porque nació acá, en
un hospital en Sant´ana. Pero tiene pasaporte uruguayo, hizo la escuela, el
liceo y la universidad en Uruguay. Y en los partidos de fútbol, hace como que
no le importa cuando le meten un gol a Uruguay. Dejé de ir a la casa de su
familia porque entre ellos hablan en portuñol,
y yo no soporto esa bajeza- concluyó ofendido.
Del recuerdo de aquellas interminables charlas
compartidas en donde deshicimos y rearmamos el mundo tantas veces me quedo con
una idea que define la identidad del pueblo de frontera. Si lo político se toca
con lo personal, es el lenguaje el más privilegiado de los escenarios para
llevar a cabo esa contienda.
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