"Por un lado está lo existente, con sus costumbres y sus certezas.
Y de certezas, este veneno social, se muere"
Ai ferri corti
Cansada de cargar mi mochila y del sol de la mañana, me alejaba de Rivera en un micro mojado por la lluvia. Viajaba al centro de Uruguay y me hablaba a mí misma en portunhol. No imaginaba cómo parar mi sed viajera porque me sentía leve conociendo, conversando, aceptando la variedad de cada día con sus novedades y dejando atrás un puñado de amigos recientes. Desde la ventana veo un parque que nuevo: siempre pasa lo mismo, la ciudad se despide burlándose de nuestra pretención de haberla conocido. Y mientras me pregunto si aquel micro será el correcto, porque nadie me pidió el pasaje, retomo mi lectura en el lugar en el que la dejé 3 días atrás, una eternidad atrás.
Llegamos a Tacuarembó y la sorprendí flotando en el aire cansado de un mediodía caluroso, que esperaba cansado la hora de la siesta. Las empleadas del polvoriento puesto de información turística me entregaron un mapa con cansancio y aseguraron que la calle que buscaba no existía. No era raro el hábito de desconocer la periferia y borrar sus calles de la memoria. Con un poco de esfuerzo extra conseguí que señalasen al menos la parada del colectivo, quise decir "ómnibus" 101. Por supuesto que lo hicieron mal,mientras me encaminaba hasta la verdadera garita, el famoso 101 (el mismo número me había llevado de la casa de mi amiga en Buenos Aires rumbo a Retiro) pasó y
lo paré:
- ¿Va a la
calle Diego Lamas?
- Suba.
Y no, no
iba. Solo después de una vuelta gigante me dejaría en lo de Carmen,
pero supe después que el chofer me dijo que sí para poder conversar y
porque, según él, no iba a poder encontrar la parada correcta (que
estaba justo al lado). Es así que desde mi primer asiento de "no
sé donde bajarme" comenzamos a charlar, mejor dicho él se me
puso a hablar mientras intercambiaba saludos, boletos y billetes con
cada persona que subía.
- Buen día,
¿cómo pasó?¿Cómo pasaron? - preguntaba con una sonrisa y
preocupación sincera. Tardé en darme cuenta de que no había pasado más que el día y que esa era una forma normal de saludarse, a menudo respondida con un simpático "bien de bien". Entre conversa y conversa dimos dos vueltas al
centro de la ciudad. - Tacuarembó es una ciudad chica pero
tranquila- me decía como pidiendo disculpas cada vez que le
quedaba un segundo libre.
Desde mi
ventana yo miraba para afuera y le veía a la "ciudad" cara
de barrio adomingado y, más allá, algunas muecas de pobreza. Había
casas con techo de paja y una rotonda en donde el cielo parecía ser
siempre gris. Hasta que al fin, me anunció el chofer cuarenta y cinco minuto después, estábamos en camino a
la avenida Diego Lamas.
- ¿A la
casa de quién vas?
- A lo de
una señora que se llama María del Carmen, respondí.
- No la
conozco- gruñó con desconfianza como si fuera imposible que se le
escapara el nombre de algún vecino (supe después que aquello se
debía a que mi anfitriona andaba siempre en bicicleta).
-¿Qué número es?.
-¿Qué número es?.
El colectivo
iba bajando la velocidad mientras yo con dificultad ensillaba mi
mochila (y es que era tan pesada que había puesto dentro mi dinero
porque dudaba que alguien pudiera robarla y salir corriendo con
ella). De una casa vi salir a una mujer de baja estatura mientras el
conductor iba reduciendo la velocidad, como buscando el número.
- Salta la
numeración, pero es acá, me dijo, y en ese mismo momento María del
Carmen se acercaba hasta la puerta del ómnibus para saludarme. Sabía
que la parada quedaba una cuadra atrás, y por eso agradecí, feliz,
su amabilidad por dejarme en la puerta. Apenas concluí mis gracias y
mi chau ya estaba abajo, siguiendo a Carmen a través de su tropical
jardín hasta la puerta de la casa.
Ni bien transpuse el umbral supe que Carmen era una artesana y que me encontraba en la casa de una prolija mujer bohemia. En la mesa me esperaba la
comida antes que nada, comida sabrosa y buena con condimento a hogar. Después de mostrarme mi cuarto, que tenía un
aire de aventura, me dijo que aquella noche otros dos viajeros iban a llegar: una pareja de El Salvador y Colombia que llevaban más
de dos años de viaje por el mundo. Pero ahora, en medio de la siesta, me hacía falta salir porque
necesitaba cambiar dinero para el pasaje de la mañana siguiente.
Tenía que desandara la distancia que había hecho con el
colectivo, pero por otro camino y a pie. Afuera se anunciaba una
lluvia que finalmente no llegó y que dejó a los vendedores de paraguas con
aire desconcertado en el centro de Tacuarembó.
Estabamos en
un barrio que se fundía con el campo: malezas, pasto, caballos,
jardines y flores, arroyos, árboles centenarios. Cuando empezaba el
camino, entre cansada y ensimismada, los ojos fijos en el paisaje y
el mapa en el bolsillo, pasé por al lado de dos empleados de la
central eléctrica vecina. Oí que uno le decía al otro, bajito,
como contestando a la inaudible pregunta de "¿Ésta es
musulmana? ¿Cómo se saludan los musulmanes?"-"Assalamu
aleiikum" y respondí con un -wa aleikum salam- alegre
y sorprendida pero acostumbrada a lo impredecible. Llegué a la ruta
y caminé sacandole fotos a los ranchos perdidos en la vegetación
exhuberante, a las antiguas casas de campo donde se asoleaban los
gatos, a los caballos que tomaban agua de los bebederos. Y poco a
poco fue apareciendo la ciudad. Había dos plazas rodeadas de
antiguos edificios y llenas de árboles centenarios y habitadas como
siempre por la acaballada estatua de Artigas. Allí estaba el antiguo
esplendor de Tacuarembó abandonado por el calor del verano. La
ciudad andaba de siesta. Aproveché a deslizarme por las peatonales.
Faltaba la bulla, la alegría brasilera. Los locales tenían puertas
y no esas aperturas de taller mecánico, y la música, el ruido, el
olor a la fruta, la diversidad del paisaje humano, la gente comiendo
en la calle. Averigüé mi cambio y cansada por la usura me senté en
la plaza a tomar agua. Desde el banco de enfrente una mujer y dos
jovencitas me miraban. Terminé mi agua y las vi caminar en mi
dirección.
- ¿Querés
más agua?, me preguntó la más joven, una adolescente delgada, de
pecas y ojos grandes. Si querés te traigo, acá al lado hay una
canilla.
Le dije que
no hacía falta, que no se preocupara. Y allí lanzó la pregunta que
la estaba agijoneando. ¿Vos sos musulmana?. Comenzamos a
conversar. Después de tenerlas paradas a mi lado unos minutos, les
dije que nos sentaramos en un banco. Y ahí me contó que tenía un
amigo marroquí por internet y muchas preguntas sobre la religión,
pero que le gustaba tanto que de tener que elegir una fe que profesar
eligiría el Islam. Su abuela, porque supe que ese era el parentesco
que la unía a la señora que las acompañaba, escuchaba en silencio.
Ella era evangélica y miraba con malos ojos la alegre curiosidad de
su nieta.
Cerraban ya
los negocios que yo tenía que visitar, había respondido a todas sus
preguntas y ellas habían descansado lo suficiente como para poder
continuar con su paseo siestero. Nos despedimos con una foto que
sellara el azar delencuentro callejero y seguimos camino, cada una
por su lado.
Cuando
regresé a casa, y las vueltas son siempre más cortas que las idas porque la incertidumbre parece alargar los caminos, estaban allí Salvador y Gisela. La casa se convirtió entonces en una especie de campamento. Mientras cocinábamos unas tortillas, la mesa se convertía en fogón y las palabras trazaban mapas y fluían historias de tierras lejanas y de países imaginarios. Había un aire de camaradería que se olía por detrás del aroma a la harina asada, tributo callado a los ancestros mayas de Salvador del Salvador. Y fue entonces, en medio de las historias de maras y musulmanes, Carmen rompió su sutil silencio para decir lo más bello que oí en las tierras del Uruguay:
-Al principio yo pensaba que los de los otros países eran extraños, pero después de conocer gente de tantos lados me di cuenta de que en todos lados hay abuelas que cocinan dulces.
Embriagada por la dulzura de aquella mujer que había abierto su casa a viajeros del mundo entero y había sabido siempre apelar al corazón a falta de otra lengua común, me fui a acostar con la nostalgia de saberme al final del camino, pronta a volver.
El desayuno transcurrió en una susurrada red de complicidades, yo añorando la marcela que no crece en Santa Clara, Cármen sorprendida de que en casa la manzanilla sea un yuyo. Dolió un poco aquel abrazo en la puerta, pero algo hablaba de la promesa, de la necesidad de un reencuentro.
Traspasé el aura verde del jardín y con una seña de mi mano detuve el colectivo.
-No se vaya a creer que soy el único chofer que tiene la empresa- me dijo, sonrisa eterna, mi amigo el colectivero, "chofer de ómnibus" para ser más precisa. Como para no romper nuestro ritual de una sola vez y dotar todo de una simetría perfecta (terminal-ómnibus-Carmen-jardín-casa-jardín-Carmen-ómnibus-terminal), volví a sentarme en el asiento de adelante.
Me contó de cómo, hasta hace algunos años, en Tacuarembó no había transporte público, porque las empresas se habían fundido detrás del auge de las motos baratas, y cómo, tal vez tras una idea mujiquiana, el municipio había creado de nuevo una empresa cooperativa de micritos coloridos con la foto de Gardel pintada sobre la chapa. Sin duda el transporte más barato y eficaz de todo el país.
-Y ahora toda la gente usa este servicio, y cuando los domingos salimos a pasear con mi señora, me paran y me dicen "cómo está señor chofer"-decía orgulloso mi amigo.
Fue sobre el final, cuando estaba a punto de bajar, que me preguntó mi nombre. Cuando dije "Aldana" sus ojos se llenaron de lágrimas.
-Ese es el nombre de mi hija, mi señora lo eligió, pero nunca antes había conocido a alguien que se llamara así.
-Al principio yo pensaba que los de los otros países eran extraños, pero después de conocer gente de tantos lados me di cuenta de que en todos lados hay abuelas que cocinan dulces.
Embriagada por la dulzura de aquella mujer que había abierto su casa a viajeros del mundo entero y había sabido siempre apelar al corazón a falta de otra lengua común, me fui a acostar con la nostalgia de saberme al final del camino, pronta a volver.
El desayuno transcurrió en una susurrada red de complicidades, yo añorando la marcela que no crece en Santa Clara, Cármen sorprendida de que en casa la manzanilla sea un yuyo. Dolió un poco aquel abrazo en la puerta, pero algo hablaba de la promesa, de la necesidad de un reencuentro.
Traspasé el aura verde del jardín y con una seña de mi mano detuve el colectivo.
-No se vaya a creer que soy el único chofer que tiene la empresa- me dijo, sonrisa eterna, mi amigo el colectivero, "chofer de ómnibus" para ser más precisa. Como para no romper nuestro ritual de una sola vez y dotar todo de una simetría perfecta (terminal-ómnibus-Carmen-jardín-casa-jardín-Carmen-ómnibus-terminal), volví a sentarme en el asiento de adelante.
Me contó de cómo, hasta hace algunos años, en Tacuarembó no había transporte público, porque las empresas se habían fundido detrás del auge de las motos baratas, y cómo, tal vez tras una idea mujiquiana, el municipio había creado de nuevo una empresa cooperativa de micritos coloridos con la foto de Gardel pintada sobre la chapa. Sin duda el transporte más barato y eficaz de todo el país.
-Y ahora toda la gente usa este servicio, y cuando los domingos salimos a pasear con mi señora, me paran y me dicen "cómo está señor chofer"-decía orgulloso mi amigo.
Fue sobre el final, cuando estaba a punto de bajar, que me preguntó mi nombre. Cuando dije "Aldana" sus ojos se llenaron de lágrimas.
-Ese es el nombre de mi hija, mi señora lo eligió, pero nunca antes había conocido a alguien que se llamara así.
Mientras volvía a ensillar mi pesada mochila y entraba a la terminal poco menos de un día después de haber salido de ella, yo también tenía en los ojos el espejo de un pequeño llanto. Me iba y otra vez dejaba atrás los amigos, la casa, el aire impregnado de vida, de magia, de aventura. Aquella había sido la última estación, la última parada. Al frente no quedaban más que certezas, muecas de sonrisas y abrazos ya explorados. Y la cadencia del recuerdo del camino, retornando siempre como un mar en celo.
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